El sentimiento de perderse es frustante, desconsolador y con una sensación de soledad profunda. Lo sé muy bien porque lo viví siendo muy niña.
Hace muchos años, cuando apenas tenía 6 añitos, hacía unos meses que me habían detectado dislexia y, en el colegio al que asistía observaron que, era mejor que acudiera a otro centro más experimentado en tratar este tipo de situaciones. Y así se lo trasladaron a mis padres.
Ellos haciendo un gran esfuerzo tanto económico, pues el nuevo centro era privado. Como mental, pues la niña no era tonta sino todo lo contrario, me llevaron a un centro que estaba a unos kilométros de nuestra casa. En otra localidad cercana, en la que vivían unos de mis abuelos. Por lo que tendría que ir todos los días en autobús escolar con mis compañeras, facilmente reconocibles porque ibamos vestidas con uniforme.
El primer día me llevaron en coche para hacerme el cambio más agradable. Yo que era una inquieta, iba escuchando las indicaciones de mi madre de cómo tenía que hacer a la salida de las clases. Ella me decía que fuera siguiendo a las compañeras para poder coger el bus escolar que me llevaría a casa. Mientras que yo, iba pensando que quizás podría ver a mi abuela a la salida del colegio hasta que cogiesemos el autobús.
Para un niño el tiempo no trascurre igual de rápido que para un adulto. Son velocidades diferentes para los mismos minutos. Y mientras a un adulto le da tiempo a pocas cosas en 10 minutos, un niño es capaz de crear un universo paralelo con toda una civilización avanzada en la última tegnología.
Y eso fue lo que ocurrió, que en los 15 minutos que teníamos para salir del colegio, llegar a la parada y coger el autobús escolar que me llevaría a casa, yo decidí que me iba a ver a mi abuela, que estaba en la otra punta de la ciudad. Porque me daba tiempo a ir, volver y seguramente a jugar con mis nuevas compañeras.
Ni corta ni perezoza, inicié mi andadura sin rumbo, ni guía, solo con mi deseo de llegar a la casa de mis abuelos.
Evidentemente me perdí. Llegó un momento que no sabía dónde estaba, ni cómo volver ni a mi casa, ni al colegio, ni a ningún lugar. Intentaba recordar las indicaciones que me había hecho mi madre cuando me llevaba en coche, los lugares característicos que habíamos pasado, como una gran fuente muy llamativa. Y me esforzaba en pensar cómo hacer para llegar allí. A ese punto de retorno a casa. Pero era imposible, no recordaba cómo volver.
Tan solo caminaba a ver si encontraba algo que me hiciera captar ese nexo de reconocimiento para llegar a mi casa. Así estaba cuando no pude más y comencé a llorar.
Me sentía mal por haberme perdido y también porque mi madre me reñiría. Mientras mis pensamientos volaban entre los sentimientos de soledad y miedo, unas personas me hablaron desde el otro lado de la calle al verme llorar. Me preguntaron si me había perdido. Les dije que sí.
Al momento se acercaron, y me ofrecieron llevarme a mi casa. Les di mi dirección y me llevaron con el coche. Cuando llegué a mi casa mi madre me riñó como ya esperaba, pero no me importó. Ella me tenía la comida preparada en la mesa y me senté a comer. Nunca me habían sabido tan ricos los huevos fritos que tenía en el plato como hasta ese día.

De igual modo, cuando en la vida vivimos una situación en la que nos sentimos perdidos, suele ser porque como yo hice, actuamos sin pensar bien en todas las posibilidades. Decidimos por impulso cuando la mayoría de las veces es mejor pensar las cosas un poquito y escuchar a tu cuerpo para saber qué te dice. Nuestro sistema sabe si dar ese paso nos conviene o por el contrario es mejor esperar.